Dicen que a los artistas las musas les visitan cuando ellas quieren. Pues a mí también me pasa, oiga. Aunque, en este caso, parece que la buena acogida de la parte anterior de este relato, unida a la 'presión editorial' a la que me han sometido algunos de mis más fieles y queridos lectores y lectoras, han apresurado el encuentro de estos entes con un servidor.
El caso es que hoy en el plan del día junto a mi hija teníamos marcado un rato para escribir (sí, ella también está escribiendo sus cosas, aunque cualquier relación o inspiración con la actividad que este que os escribe realiza últimamente es pura casualidad). Y mientras ella se ocupaba de las aventuras de ciertas hadas de las que pronto tendréis noticias (o no), yo me he abierto la página en blanco en el documento del relato y la tercera parte ha caído en ella como un halcón sobre una liebre coja en medio de un prado.
Lo que me temo es que este relato vaya a tener más partes de las que me imaginé en un principio (en realidad nunca me imaginé nada). Pero bueno, si el público sigue interesado, seguiremos al ritmo que mis adoradas musas nos marquen.
Gracias, de todas formas, a todos y todas las que habéis llegado hasta aquí y me habéis animado a seguir con esto.
Sin más dilación, aquí va la tercera parte.
EL SÓTANO (Parte III)

Terry Henderson era una chica feliz. A sus 16 años, no había nada que ensombreciera sus luminosos días en el instituto, donde era bastante popular, ni en casa, donde siempre había sido tratada como una reina. Como hija única de una familia de buena posición social, sus padres siempre le habían proporcionado todas las comodidades. Sin embargo, esto no había hecho de ella una persona altiva, egoísta o que mirase por encima del hombro a los demás. Siempre ayudaba a quien lo necesitaba cuando tenía ocasión, no hacía distinciones entre sus compañeros de clase y participaba en todos los proyectos solidarios que casi siempre organizaba la señorita Prior, jefa de estudios y profesora de lengua inglesa. Los domingos iba a la Iglesia con su familia, y después ayudaba a su padre con las tareas de bricolaje y jardinería que llenaban siempre la lista de pendientes del señor Henderson.
Era capitana de las animadoras del equipo de fútbol (soccer lo llamaban ellos) y estaba también en el equipo de natación. Le encantaba nadar. Cada vez que se zambullía en la piscina se proponía a sí misma superarse y lograr un tiempo mejor que en el entreno anterior. Dentro del aula, era buena en todas las asignaturas, pero le gustaba especialmente la biología.
Disfrutaba de la naturaleza todo lo que podía. Muchos eran los sábados en los que su madre la despertaba con el olor que desprendía la cesta de mimbre llena de pan recién hecho que dejaba junto a su mesilla, indicación de que había que prepararse y organizar todo para salir de picnic. Los tres solían salir temprano caminando en dirección al parque natural que había al lado de la ciudad, buscando cada vez un sitio nuevo para disfrutar de las magníficas viandas que habían preparado, acompañadas de las frutas silvestres que encontraran por el camino. El delicioso pan recién hecho, mantequilla, fruta fresca, una buena ensalada de pasta y un montón de queso eran platos fijos en el menú. Para establecer el campamento, sólo había una condición: que hubiera árboles en los que se intuía cómodo apoyar la espalda mientras se sentaban a leer. En el caso de Terry, por aquella época, frescas novelas de amor adolescente, mientras que su padre aprovechaba el ratito de lectura para seguir estudiando sus gruesos volúmenes de arquitectura y su madre disfrutaba de la intriga y el suspense que le ofrecían las novelas negras de su autor favorito.
Con sus amigas también intentaba quedar siempre en el parque del centro, que tenía un extenso prado de césped en el que mucha gente se reunía a pasar la tarde, charlando animadamente a la sombra de un árbol, o practicando algún deporte de equipo. No eran pocos tampoco los que trotaban alrededor del parque, con su uniforme de gorra, gafas de sol, auriculares y zapatillas de animados colores, que al parecer se estaban poniendo de moda por aquella época. Terry y sus amigas buscaban un lugar apartado, formaban un círculo y charlaban de sus cosas o jugaban a las cartas. Se lo pasaban bien.
Pero ahora tenía una nueva ilusión. Tenía novio. Todavía no podía creerse la suerte que había tenido. Siempre había tenido pretendientes, pero a todos ellos les faltaba algo. O, a veces, les sobraba. Consideraba que los chicos de su edad eran todavía muy inmaduros como para tener una relación y tampoco ella se lo había planteado. Así que hasta ahora nunca se había preocupado en serio por ‘los chicos’. Y eso que gran parte de las conversaciones que tenía con sus amigas en el parque era sobre ellos, pero Terry siempre asistía divertida a las quejas o halagos que sus amigas hacían sobre los chicos de los que se enamoraban desesperada y perdidamente… cada semana.
Sin embargo, en esta ocasión, era su ventana a la que había acudido Cupido dispuesto a lanzarle una flecha. Elliot era perfecto. Alto, guapo, atento y siempre con una sonrisa por la vida, había llamado la atención de Terry al poco de volver a las clases ese año después del verano. Se conocían desde muy pequeños, pues siempre habían ido juntos a clase, pero hasta entonces para ella sólo había sido uno más de los chicos del equipo de fútbol. La suerte quiso que a ambos les tocara trabajar juntos en un trabajo de biología durante el primer trimestre, y ambos congeniaron enseguida. Elliot se había mostrado dispuesto a trabajar desde el primer momento, muy atento a las ideas que Terry le proponía y siempre pendiente y meticuloso con el resultado de todo el trabajo. A ella le sorprendió, porque no encajaba con la imagen que se había hecho de él, como uno de los locos chavales que se pasaban el día de bromas y dándole patadas a la pelota.
Alguna tarde habían quedado para trabajar en el proyecto después de clase, a veces en su casa y otras veces en casa de Elliot. Aunque allí era más difícil concentrarse debido al ajetreo de esa casa, con tanta gente. A decir verdad, a los pocos días de quedar para trabajar, a ambos les costaba concentrarse en algo que no fuera su propio compañero de proyecto. La familia de Elliot le había gustado. Sus padres habían sido muy amables con ella, ofreciéndole enseguida algo para merendar, y dejándoles libre la mesa del comedor para que pudieran trabajar a gusto y en una cuidada y ‘vigilable’ intimidad. Sus hermanos mayores habían hecho bromas sobre la ‘pareja’, pero nada a lo que Terry no estuviera acostumbrada yendo todos los días a un instituto. Le habían parecido simpáticos, pero más allá de las bromas no había compartido mucho tiempo con ellos. Con quien le costó más conectar fue con la hermana pequeña, Leslie. Le pareció una chica tímida, introvertida, con la que tan sólo había compartido un ‘hola’ y ‘adiós’ al llegar e irse de la casa. No parecía muy feliz de que ella estuviera en esa casa. Aunque no parecía muy feliz tampoco con ninguna otra cosa.
En casa de Terry era todo menos complicado. Su padre también les tenía preparado el despacho, que parecía encantado de abandonar por un rato a favor de los estudios de su hija. Su madre les preparaba té y tenía siempre preparadas unas galletas recién hechas que Elliot parecía disfrutar como un perrillo al que le ofreces una terrina de carne en lugar de su pienso habitual. Ella se sentía cada vez más atraída por los encantos de ese chico con el que le había tocado trabajar.
Pero no fue hasta la fiesta de Navidad del instituto que su relación dio ese vertiginoso paso que hay entre ser amigos o ‘algo más’. Por supuesto, había un baile. Pero en este caso las chicas no tenían que esperar a ser invitadas por los chicos, ni nadie se esperaba un apasionado y encantado beso bajo el mar. Aquí cada uno iba por su cuenta, con sus compañeros y amigos, y todos, en una u otra medida, se juntaban en la pista de baile para disfrutar de la fiesta en tan señalada fecha. Una vez comenzado el baile y después de superar los lógicos nervios iniciales, chicos y chicas se invitaban unos a otros para compartir un reducido espacio en el centro de la cancha de baloncesto, que hacía las veces de pista central de la improvisada discoteca.
Terry y sus amigas bailaban en el centro cuando el grupo de Elliot llegó hasta aquel punto para dar rienda suelta a los ritmos desenfrenados que sus jóvenes y tímidos cuerpos reprimían durante la mayor parte del año. Tan atento como siempre, Elliot se acercó a Terry y le propuso con gestos compartir el escenario en un aún más reducido espacio de la pista de baile. Bailaron animadamente, fueron juntos a por más ponche y salieron fuera a tomar un poco el aire. No hizo falta intercambiar muchas palabras para que Terry recibiera, y proveyera, su primer beso. Fue un momento mágico para ella.
A partir de aquel baile navideño, los ojos de Terry brillaban cada vez que se encontraba con Elliot en la puerta del instituto. Durante semanas, habían tenido los mejores paseos juntos, habían disfrutado de las mejores sesiones de cine, habían compartido las mejores conversaciones a través de Internet y se habían dado los más apasionados besos bajo la grada del campo de fútbol. Para Terry, su relación con Elliot era el broche de oro a su feliz vida.
El 15 de febrero de 2006, la familia Henderson denunció la desaparición de su hija Teresa Henderson en la comisaría del condado.
Comments