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EL SÓTANO (Parte VIII)

Foto del escritor: Gorka ArtazaGorka Artaza

Queridos amigos y amigas. Sé que este capítulo ha tardado un poco más de lo esperado. Pero hay una buena razón. Bueno, hay más de una, pero la más evidente es que este es un capítulo algo más largo de lo habitual. (Ojo que se viene TURRA)


En realidad, pensé en acabarlo antes, dejando de nuevo un buen cliffhanger para el siguiente, pero dos motivos me llevaron a cambiar de opinión. Por un lado, como comprobaréis al principio del capítulo, éste está contado en forma de flashback, y pensé que no sería acertado dividirlo ya que nos cuenta algo ocurrido en el pasado que está relacionado con los acontecimientos que estamos viviendo en el relato. Oh, he hecho un spoiler de las primeras dos palabras del capítulo, espero que sepáis perdonarme.


Por otra parte, como anuncié en la anterior entrega, me he empeñado en el que el relato disponga de 10 capítulos exactos. El porqué no lo sé ni yo porque soy consciente de que coarto mi propia libertad creativa y eso va en contra del espíritu con el que nació este proyecto. No obstante, considero que ponerme un límite me va a permitir retarme a mí mismo en mi capacidad (o no) de darle un final a la historia. Y en ello estamos. Teniendo dos partes sólo para darle carpetazo, este capítulo tenía que dejar lo ocurrido en este flashback más o menos concluido.


Siento desvelar tantos misterios antes de que lo leáis, pero quiero que entendáis que si esta entrega es así es porque ya tengo, más o menos, el desenlace en mi cabeza y siento que esos dos capítulos que me faltan son necesarios para poder ofreceros un buen final.


Además, otra de las razones, creo, que me han llevado a decidir que el relato contará con 10 entregas es que ya ardo en deseos de ponerme a escribir cosas nuevas. De hecho, tengo un planteamiento que haceros, y me gustaría, si lo tenéis a bien, que me respondierais por cualquiera de las vías por las que sabéis que podéis contactar conmigo. Ahí va.


Una de mis intenciones con este proyecto es, si es que consigo mantener cierto interés en mi 'obra literaria', hacer un recopilatorio de relatos. Mínimo seis, aunque lo ideal sería que fueran 10. Sé que por lo que tardo en escribir cada parte, esto me puede llevar mucho tiempo, pero bueno, no hay prisa. Y una de las ideas que se me ocurren para acelerar este proceso es escribir el siguiente relato por mi cuenta, entero, y luego publicarlo ya completo aquí. Y, si acaso, ya el siguiente volver a hacerlo por entregas.


Pero, si realmente os gusta este formato de ir leyendo la historia por partes, algo que a mí sí me gusta hacer porque le da otra dimensión a esto de escribir, pues mantendré la misma dinámica.


Y si os planteo esto ahora, antes incluso de que hayáis leído la parte VIII de 'Él sótano', es porque temo que el final no despierte las mismas emociones que todo lo que llevamos hasta ahora e, incluso este propio capítulo, tenga una aceptación algo distinta a la obtenida por los otros. Ya que en este episodio he explorado un registro algo distinto y no estoy muy seguro del resultado.


Sí, amigas y amigos, hemos topado con las inseguridades del escritor (si es que acaso puedo considerarme ya en términos siquiera parecidos) y he entrado en una fase en la que dudo de la calidad de lo que estoy escribiendo. También estoy al corriente de que este experimento carece de la correspondiente revisión (que llegará en su momento) y de que está escrito en base a impulsos del momento, pero eso no quita para que los demonios hayan pedido vez a las musas para venir también a visitarme de vez en cuando.


Eso sí, os garantizo que las musas no paran de llamar a la puerta y son muchas las ideas, palabras, frases, experiencias, que me llaman para inaugurar una nueva página en blanco en el cuaderno digital de mis desvaríos literarios.


En fin, que os dejo ya con el relato, que acabo de ver a una de las musas bostezando y corro el peligro de que ni siquiera leáis esta parte, perdiendo así el esperado juicio que tengáis a bien proporcionarme al respecto. Hay que ver qué cosas más pedantes me salen a veces escribiendo.


Venga, os dejo con la octava parte. Agarraos los machos que se vienen curvas.



EL SÓTANO (Parte VIII)





5 años antes


Harold Sampson afilaba su cuchillo con esmero mientras esperaba sentado en el asiento del conductor. Se recreaba pasando la piedra por la hoja, lo que hacía despacio y con mucho cuidado de no dañarla. Estaba muy orgulloso de su cuchillo. Era un estilo ‘bowie’ campero que él mismo había forjado en la época en la que le dio por crear sus propias armas en el pequeño taller que había construido en el jardín trasero de su casa. Él había levantado también ese taller, cuando sus dos hijos mayores, Michael y Gary, eran aún pequeños para ayudarle a algo más que pasarle las herramientas o jugar con los trozos de madera sobrantes que iban cayendo al otro lado de la hoja de la sierra.


Siempre había sido muy manitas y de no ser por lo bien que se ganaba la vida como vendedor de coches usados en el concesionario de Ray Lamotta, hubiera montado su propio taller mecánico en el centro del pueblo. El viejo Dick había hecho un buen dinero con su taller en la avenida principal pero claro, aquel trabajo era mucho más duro que el de endosarle antiguos coches clásicos (con más glamur que funcionamiento) a aquellos cuarentones que siempre habían soñado con tener un coche así y que nunca pudieron permitírselo hasta entonces.


Se pasó la afilada hoja por el brazo cortando limpiamente unos pocos pelos y, contento con el resultado, volvió a guardar el cuchillo en su funda. La ajustó ligeramente para que le quedara cómoda en la posición que estaba sentado en el coche y del bolsillo de su chaqueta sacó un paquete de cigarrillos. Se levó uno a la boca y bajó la ventanilla del coche. Miró su reloj antes de hacer girar la rueda del mechero y encender el cigarrillo. Michael y Gary se estaban retrasando. Pero no se impacientó.


Al cabo de unos minutos los vio aparecer tras la esquina del edificio junto al que habían aparcado. Con ellos iba una joven vestida de gala, como si estuviera lista para ejercer de dama de honor en la boda de su mejor amiga. El vestido, de un verde apagado con escote de palabra de honor, iba a juego con el lazo que sujetaba la coleta lateral con la que había rematado su peinado para esa noche.

Llegaron hasta el coche y los tres se subieron en la parte trasera, dejando a la chica en medio. Harold se giró apoyando el codo en el asiento delantero. Aquella vieja ranchera no tenía separación entre los asientos del conductor y el copiloto, ni tampoco reposa cabezas.


- Papá, esta es Helen Benton, dijo Michael cuando todos se hubieron acomodado en el asiento trasero.


- Un placer conocerle, señor Sampson - añadió ella. Tenía la voz dulce, lo que acrecentaba la sensación de juventud que su cara aniñada y su exceso de maquillaje (que lejos de cumplir su función, producía el efecto contrario) dejaban entrever.


- Encantado, Helen - respondió solemne Harold. – ¿Ya te han contado los chicos a qué clase de fiesta te van a llevar?


- Dicen que es una sorpresa, pero cualquier cosa será más divertida que ese rollazo de baile del instituto. Roger Fells no me dejaba en paz tratando de invitarme a un poco de ponche. Menos mal que Michael me ha rescatado. – Una fugaz mirada a su acompañante de la izquierda desveló a Harold lo emocionada que estaba ella de que hubiera sido su primogénito el que la salvara de aquel infierno de baile.


“Justo como tiene que ser”, pensó, “justo como tiene que ser”. Lanzó lo que le quedaba del cigarrillo por la ventana y arrancó el motor. La potente ranchera rugió al primer acelerón y enfiló la calle hacia la residencia Sampson. Poco se imaginaba la inocente Helen Benton que aquel infierno de baile se iba a quedar en una fiesta infantil comparado con lo que le esperaba al final de aquel trayecto.


Llegaron al barrio residencial donde vivían los Sampson, en los límites de la ciudad. Allí las casas estaban bastante separadas unas de otras y la iluminación que ofrecían las farolas de la calle de la que nacían los caminos particulares de cada residencia, también distantes entre sí, era escasa. Aun así, el señor Sampson conducía con cautela, pendiente en todo momento de que ninguno de los vecinos se percatara de su regreso a casa.


Condujo hasta la altura de su casa y giró por el camino que llevaba a su casa. Aparcó la ranchera al final del camino, junto al coche utilitario que solía utilizar la señora Sampson y a pocos metros de la casa. Antes de bajar del coche, sacó un pequeño estuche y se lo pasó a su hijo Gary. Éste abrió la cremallera que lo mantenía cerrado y sacó de él una jeringuilla lista para ser usada. Antes de que Helen pudiera reaccionar, Gary clavó la aguja en su cuello mientras que Michael la sujetaba con un brazo y con la mano del otro le tapaba la boca para evitar que un eventual grito pudiera ser escuchado más allá de las portezuelas de la ranchera. Helen se sacudió, intentando todavía comprender lo que estaba sucediendo, e intentó gritar al sentir el terror recorriendo su cuerpo. Fue ese en el momento en el que se dio cuenta de que tres hombres la estaban drogando dentro de un coche. Poco tiempo más tuvo para pensar, pues enseguida perdió el conocimiento.


- Llevadla dentro e id a prepararos- dijo Harold.


Entre los dos hermanos sacaron a Helen del coche y se dirigieron no hacia la casa, sino hacia un lateral del jardín. Hacia la caseta donde Harold tenía su taller. Entraron con ella y cerraron la puerta tras de sí. Sampson fue hacia la casa. Entró y subió directo a su habitación. Su mujer, Molly, no estaba. Supuso que estaría ya abajo preparando el ritual. De hecho, debían de haber llegado ya todos sus invitados. No importaba, aún era pronto y tenían toda la noche.


Entró en su habitación y fue hasta el vestidor que compartía con su mujer. Detrás de las camisas, colgadas en perchas a una barra en lo alto del armario, accionó un mecanismo y la pared del fondo se abrió ligeramente. Terminó de abrir el falso fondo del todo y vio ante sí su ropa de ceremonia, lista para ser usada. La cogió y la apoyó encima de la cama. La ropa ceremonial constaba de una camisa y unos pantalones blancos, sobre los que iba una túnica blanquecina, gruesa, con una gran capucha. Se vistió con calma, disfrutando el momento. Una vez preparado, salió de su habitación y echó un vistazo en los cuartos de los pequeños Elliot y Leslie. Estaban profundamente dormidos. Satisfecho con la ronda, bajó al sótano.


Atravesó el espacio hacia la pequeña portezuela semi escondida en aquella camuflada puerta de garaje, que él mismo transformó y adaptó para convertir lo que antes fue un confortable dormitorio para su viejo Plymouth y aquellos otros proyectos de restauración que nunca completó en la entrada a su gran obra: el templo.


Atravesó todo el pasillo que descendía ligeramente hasta llegar a la gruesa puerta de madera que había al final. La abrió, y lo que allí se encontró le hizo sonreír. Realmente disfrutaba de aquellas ceremonias. Entró y cerró la puerta.


Lo que ellos llamaban el templo era un gran espacio abierto, rodeado de columnas tras las que se intuían puertas cada pocos pasos con un gran altar en el centro. Toda la estancia desprendía un tenue color anaranjado, provocado por las antorchas que ejercían de lámparas y el reflejo de su luz sobre la rugosa piedra de las paredes y columnas. El altar lo conformaba una tarima formada por grandes bloques de piedra, sobre la que se asentaba otra más pequeña formada por una única losa. Sobre esta, un bloque de piedra se alzaba con una gran estaca de madera clavada en él.


Helen Benton estaba atada a la estaca.


Alrededor del altar, una veintena de personas ataviadas con las mismas ropas que Harold se mantenían quietas con la cabeza hacia abajo, de manera que no se podían ver sus caras a través de la capucha. A indicación de una de ellas, empezaron a murmurar lo que parecían unos cánticos religiosos.


La joven Helen abrió los ojos, todavía afectada por la droga que le habían suministrado. Cuando se dio cuenta de dónde estaba y de lo que tenía a su alrededor, abrió mucho los ojos e intentó gritar. Era como si el terror hubiera disipado los efectos de la droga, pero aun así no conseguía que sus cuerdas vocales reprodujeran ningún sonido más allá de un leve gemido. Era como si le hubieran puesto una mordaza invisible.


A medida que los asistentes a la ceremonia aumentaban el volumen de los extraños cánticos, la muchacha notaba un mayor calor en su cuerpo. Como si hubieran encendido una hoguera a sus pies. Sólo que a sus pies no había nada más que el bloque de piedra que sujetaba la estaca a la que estaba atada.


En un momento determinado, cesaron los cánticos y todos los participantes dirigieron sus capuchas hacia una de las paredes del templo. De una puerta entre dos columnas aparecieron cuatro figuras en fila, con las mismas ropas que los demás pero adornadas con unas bandas rojas y negras cruzadas sobre el torso. La primera figura se aceró hasta la tarima, ascendió el primer nivel y rodeó el segundo hasta ponerse a la espalda de Helen. Las dos siguientes subieron el primer escalón y se hicieron a un lado. Una a la derecha, la otra a la izquierda. Por último, la cuarta figura se situó junto a la tarima, alzó la cabeza hacia la muchacha, y se quitó la capucha. Helen reconoció a la madre de Michael y Gary, la señora Sampson. Su cara desveló que no entendía nada de lo que estaba pasando, pero estaba completamente aterrorizada.


Molly Sampson alzó los brazos y los asistentes a la ceremonia reemprendieron los cánticos. Esta vez la cadencia de los cantos había aumentado de ritmo, aunque las voces seguían sonando apagadas, como si los que cantaban lo estuvieran haciendo sólo para el espacio entre ellos y sus capuchas. Detrás de Helen, Harold Sampson se bajó también la capucha y solemnemente sacó de la túnica su preciado cuchillo, el mismo que había estado afilando un rato antes en el coche. Con un ceremonioso gesto, se lo entregó a la figura que quedaba a la derecha de Helen, que también se quitó la capucha. La desesperación envolvió a Helen al ver a Michael. No le hizo falta mirar a su izquierda para comprobar que la otra figura, que también se desprendía de su capucha en aquel momento, era su hermano Gary.


Los cánticos cesaron de nuevo y Molly Sampzon dio un paso al frente, ascendiendo a la tarima. Sin apartar la mirada de los ojos de Helen, comenzó a hablar.


- Yo, suma sacerdotisa de la Orden de los Hermanos Caídos de Satánas, os doy la bienvenida a la ceremonia de iniciación de nuestro hermano Michael.


Con los labios apretados, todos los presentes, excepto Helen, entonaron un nuevo cántico de aprobación. La joven atada a la estaca se desesperaba para poder gritar. Lentamente, la suma sacerdotisa subió hasta el bloque de piedra y se acercó a la muchacha. A su lado, su hijo mayor le ofreció el cuchillo y con calma fue cortando en dos el vestido verde de gala con el que la inocente víctima del ritual se había arreglado aquella noche. Tras el vestido, la señora Sampson cortó el sujetador, sajó la cinta de la ropa interior y sostén y bragas cayeron como flotando hasta la base del bloque de piedra, donde ya esperaban los restos del lujoso vestido. De la formación en círculo, uno de los asistentes dio unos pasos hasta el altar. Portaba en las manos un vestido blanco impoluto. Tras entregárselo a la sacerdotisa, recogió la inservible ropa de la joven y volvió a su puesto.


Molly Sampson se acercó más al bloque de piedra y levantó un pie. Del propio bloque apareció un pequeño escalón, y luego otro, y otro después hasta que una pequeña escalera permitió a la sacerdotisa encontrarse cara a cara con su víctima, que se agitaba desesperada. Le susurró unas palabras al oído y la muchacha dejó de moverse. Sólo sus ojos mostraban ahora la inquietud que sentía. Molly la desató y Helen se quedó quieta, inmóvil, mientras la vestía con el atuendo que le habían preparado. Desde atrás, Harold Sampson agarró la estaca y girándola la sacó del bloque de piedra.


La sacerdotisa le indicó a Helen que se diera la vuelta, se agachara y se pusiera de rodillas, apoyando las manos en el suelo. El cuerpo de la joven obedeció, sin que su mente pudiera hacer nada por evitarlo. Luego, le levantó el vestido hasta la cadera, dejando a la vista toda la inocencia de la muchacha. Con el cuerpo inmóvil y sin poder gritar, tan sólo las lágrimas que caían de sus ojos mostraban el horror que estaba sintiendo por dentro.


- ¡Que comience el ritual! – bramó la sacerdotisa.


Todos los asistentes volvieron a entonar un cántico, esta vez más acelerado, y uno a uno se fueron acercando hasta el altar. Eran todos hombres. Tras recibir la bendición de la sacerdotisa a modo de pinchazo con la punta del cuchillo en la palma de la mano, se levantaban la túnica dando vía libre a su miembro erecto y penetraban a la joven como si fueran animales, eligiendo cada uno de ellos el orificio que más le placía. Durante varias horas la joven tuvo que soportar las violaciones, que, a su desgracia, no fueron el final de su padecimiento.


Una vez que todos los miembros de la hermandad hubieron terminado su participación en el ritual, llegó el turno de Michael. El primogénito de los Sampson volteó a Helen ante la lujuriosa y orgullosa mirada de sus padres y hermano, y la penetró bruscamente. Antes de llegar al clímax, extrajo su pene y esparció su semilla sobre el vientre de la joven. Acto seguido, su madre le hizo entrega del cuchillo y rezó una oración.


- Que la mano del Maestro Azazel te guíe en el camino de nuestro Señor. Que la semilla de Kesabel te de la fuerza para alcanzar el destino que te espera en el final de los días. Que las enseñanzas de Yekun te den la sabiduría para gobernar en el mundo de los impuros. Que la luz de Luzbel te muestre el verdadero propósito de tu existencia. ¡Arim kalem Luzbel!


- ¡Arim karem Luzbel! – respondieron todos al unísono.


Michael, sumido en una especie de trance, acerco el cuchillo al cuerpo de Helen y empezó a dibujar extraños símbolos en su pecho y en su vientre con la punta, lacerando la carne en varios puntos. Ella sintió un inmenso dolor que no pudo expresar al seguir dominada por lo que fuera que le habían hecho. Hasta que la sacerdotisa hizo un aspaviento con sus brazos y exclamó.


- ¡Que hable el sufrimiento que nos hará libres!


El grito descarnado de Helen Benton resonó por toda la sala, mientras que los hermanos congregados volvían a su acelerado cántico. Michael siguió manejando el cuchillo sin hacer caso a los intensos chillidos de la chica. Le hizo cortes en los brazos, en las piernas y en los pies. Luego introdujo la hoja del cuchillo en la vagina de la joven, provocando unos espasmos en su cuerpo que la maldición que la mantenía inmóvil no pudo reprimir. Por último, se colocó sobre ella, se puso frente a frente y le besó los labios justo antes de cercenar lentamente el cuello de la muchacha.


Uno de los hermanos apareció de una de las salas contiguas portando una bandeja de copas de oro adornadas con rubíes verdes y rojos. Una era más grande que las otras, y se la ofreció a Michael. Este la cogió, la puso junto al cuello de Helen y recogió con ella la sangre que brotaba del corte. Alzo la copa mirando en círculo a sus compañeros y exclamó: ¡Arim kalem Luzbel!


Cuando los hermanos hubieron respondido con la misma oración, bebió su contenido. Al terminar, los demás tomaron cada uno una copa de la bandeja y las colocaron alrededor del cuerpo ya inerte de Helen, allá donde la sangre aún manaba de las heridas. Michael entregó la copa a su madre, la suma sacerdotisa, y ella recogió la sangre directamente de la vagina.


Todos ellos alzaron sus copas y bebieron la sangre de la muchacha.

 
 
 

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