Es curioso el comprobar cuándo las musas toman la decisión de visitarte. Me imagino una pequeña reunión entre ellas cada mañana, sentadas alrededor de una nube en el extraño y fantástico mundo de las ideas en el que ellas viven, discutiendo a ver si ese día bajan o no. ¿Lo hacen en función de tu estado de ánimo? ¿O cuando ven que tienes tantas cosas en al cabeza que podría ser divertido meterte ahí un par de ellas más?
La verdad es que no lo sé. Porque, si bien sigo creyendo que su visita es necesaria para que las cosas fluyan en lo que estás escribiendo, cada vez compruebo una mayor importancia en las ganas de ponerte a escribir. Pero más curioso aún es comprobar cuándo esas ganas vienen. Muchas veces, cuando menos crees que tienes.
En fin, el caso es que en muchas ocasiones pienso en el deber, en el querer y en el poder. Todos ellos como verbos. Por un lado siento que debo ponerme a escribir porque se lo debo a la maravillosa gente que me está acompañando en este viaje y me anima a no parar; por otro lado, muchas veces quiero ponerme porque realmente estoy disfrutando de la experiencia de esta aventura de escribir un relato por fascículos, a vuela pluma, y de compartirlo con vosotros/as; y, por último, está lo de que no siempre puedo dedicarle el tiempo que quiero y/o debo.
Total, que todas estas chorradas acaban cuando tengo ganas de seguir. Porque entonces no hay verbo que se interponga entre la escritura de este relato y vuestra lectura del mismo. Así que, con esas ganas, he escrito la séptima parte de 'El Sótano' y realmente estoy deseando continuar para darle una rúbrica final y volver a esa tan temida (y sin embargo estimulante) página en blanco.
Anticipo ya que, en principio (ojo que se viene incoherencia), el final de este relato llegará en su parte X. X de 10, malpensados. Y que, probablemente, haya más relatos. Lo iremos viendo. De momento, os dejo, ahora ya sí, con la parte VII. Espero que lo disfrutéis, gracias por seguir aquí.
EL SÓTANO (Parte VII)

- Pssst! Psssst! Despierta.
- Elliot, ¿Qué haces aquí? - Preguntó Terry mientras sus ojos se desviaban de la cara de su novio al reloj despertador de la mesilla. Los números verdes le mostraron que habían sobrepasado las 2 de la mañana.
- No podía dejar de pensar en ti. Vamos, vístete, quiero enseñarte algo.
Mientras recogía la misma ropa que se había puesto para su cita especial de aquella noche y la colocaba bien organizada sobre la cama, Terry rememoró las últimas y mágicas horas que había vivido en su primera cita de San Valentín. La cita en la que perdió su virginidad.
Recordó lo atento que fue Elliot desde el principio, cuando la fue a recoger a su casa y le dijo lo guapa que estaba. Lo bien que se lo pasó en el minigolf, donde la coquetería y el agarrarse del brazo de su apuesto acompañante siempre que había ocasión habían ganado al esfuerzo a apuntar el golpe con precisión. La interesante conversación que tuvieron sobre su vida en el restaurante aquel tan chulo que recreaba los años 50. Y lo divertido y excitante que fue bailar aquellos riffs de Chuck Berry y otros maestros de la época. Y todo lo que vino después. Cuando Elliot le propuso ir a descubrir las mejores vistas nocturnas del pueblo, en lo alto de la colina de 0’Donnell, desde donde se podían ver prácticamente todos los edificios, plazas y parques. Allí, sentados en el capó del coche, Elliot le cedió su chaqueta del equipo de fútbol para que se abrigase y le confesó que estaba locamente enamorado de ella. Que no podía dejar de pensar en la suerte que tenía de que estuvieran juntos. Ella se entregó e hicieron el amor en el asiento de atrás del pequeño utilitario que Elliot había heredado de su hermano al cumplir los 16.
No le pareció lo mejor del mundo, ni lo más cómodo, pero él fue tan delicado con ella, se esmeró tanto en que ella disfrutara de ese momento, que no le importó. Sabía que después de esa vendrían muchas más. “Hay más días que romerías”. Pensó en esa frase que siempre le decía su madre cuando se acababa la hora del picnic en familia y Terry pedía quedarse un poquito más.
Ahora, mientras se quitaba el pijama para ponerse su ropa, no le importó que Elliot la estuviera mirando. Incluso jugó un poquito con su cuerpo para ver las reacciones de su novio. Ya no había secretos entre ellos. Qué guapo estaba él, allí sentado en la silla en la que Terry solía hacer los deberes mientras no apartaba la vista de la excitante visión que ella le estaba ofreciendo. Le seguiría hasta el fin del mundo.
- ¿Cómo has entrado? – le preguntó curiosa ahora que esa duda le vino a la mente.
- Bueno, digamos que conozco un pequeño truquito para abrir las ventanas de lo alto de las torres en las que duermen las princesas.
- Vaya, eres una caja de sorpresas, ¿eh? – le susurró mientras que se acercaba a darle un beso.
- Venga, rápido, no se vayan a despertar tus padres.
Antes de salir por la ventana y bajar por el mismo canalón porque el que Elliot había subido, Terry hizo la cama y volvió a poner todos y cada uno de los peluches en su correcta y militarmente asignada ubicación. Era una manía que tenía. No soportaba ver su cama desecha. Ni mucho menos que alguno de aquellos ositos saliera de su formación.
Mientras caminaban hacia el coche de Elliot, Terry se preguntó por qué no lo habría aparcado más cerca de la casa, donde había muchos sitios libres. “Supongo que no quería despertar a papá y a mamá”, se imaginó. Cuando subieron al coche, la curiosidad y la intriga se apoderaron de ella.
- ¿Dónde me llevas?- Ya habían estado en el sitio más bonito de la ciudad y habían tenido la mejor cita de la historia. ¿Cómo se podría mejorar?
- Mira lo de esta noche ha sido increíble y no podía dejar de pensar en ello. Quiero hacerte la chica más feliz del mundo.
Terry se sonrojó y dirigió su mirada hacia delante, emocionada ante la nueva aventura que poco a poco le iba a ir desvelando aquel parabrisas.
Salieron del pueblo por el este, enfilando la carretera que lo rodeaba hasta llegar a la autopista que llevaba a la capital del Estado. Pero antes de incorporarse a ella, Elliot se desvió en el último cruce volviendo en dirección al pueblo, en esta ocasión por el sur. Terry reconoció el barrio donde vivía Elliot, y pronto se dio cuenta de que su destino era su casa. “¿Por qué toda esa vuelta si cruzando el pueblo hubieran llegado antes?”. Antes de que las dudas formasen ninguna idea en su cabeza, Elliot la apremió a bajar del coche con mucho sigilo.
- No queremos despertar a nadie, le susurró.
Ella obedeció entrando en lo que creía que seguía siendo el romántico juego de dos enamorados. Sigilosamente llegaron hasta la puerta principal. Elliot sacó la llave y la abrió. Al entrar, se giró de nuevo hacia Terry mientras se llevaba el dedo índice a los labios señalándole que no hiciera ningún ruido. Como dos ardillas que bajan del árbol y se llevan un par de nueces de la cesta de picnic sin que nadie se dé cuenta, Elliot y Terry dejaron el salón a su izquierda y siguieron el pasillo hasta llegar frente a la puerta que daba al sótano. La luz de la cocina, que permanecía encendida en la distancia, fue suficiente para que ambos llegaran hasta allí sin chocar contra ninguna pared.
Bajaron por las escaleras. En lugar de encender la luz de la bombilla que colgaba a mitad del camino, Elliot sacó un mechero de su bolsillo del pantalón e iluminó el camino hasta llegar abajo. Terry le siguió en silencio agarrada a la mano que le quedaba libre y cada vez más intrigada. Aquel lugar no le daba buena espina. Daba un poco de miedo.
Se acercaron hasta una de las paredes. Elliot abrió una pequeña portezuela y se volvió hacia Terry.
- Vas a flipar con lo que te voy a enseñar. Pero no puedes contárselo a nadie, ¿vale?
Curiosa e ilusionada por la oportunidad de poder compartir un secreto con él, asintió y siguió a Elliot a través de la portezuela. Dejó de sentir miedo. Su caballero estaba con ella e iban a descubrir un gran secreto en las mazmorras de aquel castillo que conformaba el gran amor que compartían.
Siguieron un buen rato un estrecho pasillo con las paredes de piedra que descendía paulatinamente. Llegaron hasta una puerta. Una tenue luz anaranjada asomaba por debajo. Elliot tocó tres veces con los nudillos y la puerta se abrió. Ante ellos, una figura envuelta en una gruesa túnica con una capucha que apenas dejaba entrever su cara sostenía una antorcha. La figura se dirigió hacia Terry, que se había quedado muda y sin saber qué pensar ante aquella visión.
-Hola Terry. Te estábamos esperando. – La voz seria, grave e inquietante de aquella mujer retumbó en los oídos de Terry, que empezó a darse cuenta de que aquello no era demasiado normal. Un miedo intenso se apoderó de todo su cuerpo mientras sus ojos bailaban de un lado a otro, cada vez más abiertos ante lo que estaban mirando.
-Buenas noches, mamá – dijo Elliot y de la mano introdujo a Terry al interior de la estancia.
Molly Sampson cerró la puerta tras ellos y sonrió bajo la capucha.
- Comencemos - ordenó.
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