Lo prometido es deuda dicen en mi pueblo. Y en muchos otros, supongo. El caso es que en la última entrada prometí que entre la publicación del capítulo V y el VI no iba a pasar tanto tiempo. Y, claro, hoy hemos tenido clase de baile.
Durante la misma, acompañado de mi tradicional café (que el camarero del bar me empieza a preparar casi antes de que ponga el primer pie en su local) y mi portátil, me he puesto a cumplir con mi promesa.
Sin embargo, esta vez, la duración de la clase de baile no ha sido suficiente como para quedarme satisfecho con lo que había escrito. Y no podía dejar el capítulo en ese punto sin darle un poquito más de cuerpo. Así que, una vez que la peque se ha dormido, me he traído el portátil a la cama dispuesto a terminar con lo que había empezado (lo que había empezado hoy, no os flipéis tampoco).
Y el resultado es la VI parte del relato, que ya tenéis en vuestras manos (léase dispositivos, ya hablaremos de lo de tenerlo en las manos mucho más adelante). Y sí, si os lo estáis preguntando, llevo puesto el pijama mientras escribo estas líneas y no, no tengo una bata con capucha de orejas de gato (esto lo entenderéis luego).
Aquí va la Parte VI. Ya queda menos para desentrañar todo el misterio.
EL SÓTANO (Parte VI)

El lejano retumbar de unos tambores despertó suavemente a Leslie. Levantó un poco la cabeza, lo justo para que su mirada alcanzara a ver los números del reloj despertador que cada noche velaba por su sueño, y principalmente por el fin de este, desde la mesilla junto a la cama. Las 3:47 am. Sin tener claro todavía si estaba soñando o despierta, agarró decidida las mantas, las estiró hasta la altura de su barbilla y se dispuso de nuevo a caer en las redes de Morfeo. Otra vez los tambores. Lejanos, como llamando en la distancia. Pensó en aquella película en la que un malvado juego de mesa llamaba la atención de unos niños para que ingresaran en una partida empezada mucho tiempo antes. Su padre estaría viendo la televisión, se imaginó. Alguna de esas películas de acción y tiros sin sentido que tanto les gustaban a sus hermanos. Como aquella en la que un tío descalzo y en camiseta interior acababa él solito con un ejército de terroristas colándose por los conductos de ventilación de un edificio. No entendía qué veían ellos en ese tipo de películas. Donde estuvieran películas como Scream o Sé lo que hicisteis el último verano… O Harry Potter.
Pensando en lo repelente que le resultaba Hermione Granger tratando de dar lecciones a su querido Ron, empezó a sentir de nuevo como Morfeo le lanzaba el anzuelo. Pero, antes de picar definitivamente, una pequeña ola de frío se coló por debajo de las sábanas, erizando los cabellos de todo el cuerpo de Leslie. Ella abrió los ojos tan rápido como aquellos dibujos animados cuando se hacen a la idea que un martillo gigante está a punto de caer sobre sus cabezas. Antes de reaccionar, un susurro pareció avanzar hacia ella desde el borde de la cama, recorriendo antes de llegar a sus oídos las cuatro esquinitas que tendrían que haber estado fuertemente custodiadas por aquellos angelitos a los que rezaba de pequeña.
El susurro se hizo comprensible cuando llegó finalmente hasta su oído derecho, el que no estaba fuertemente apretado contra la almohada. “Está en el sótano…. está en el sótano…. está en el sótano….”
Hasta ese momento, lo normal es que Leslie se hubiera hundido aún más en el colchón, hubiera metido la cabeza debajo de las mantas y hubiera gritado a su madre como una loca hasta que ella hubiese aparecido o la sensación de miedo se hubiera disipado poco a poco. Probablemente, antes lo segundo. Pero esta vez no. La voz que le susurraba al oído no le provocó terror, sino que le transmitió una sensación más parecida al alivio. Sintió calma. Su cuerpo se relajó y comenzó a comprender. Si esa voz que escuchaba era real, la estaba invitando, por decirlo de algún modo, a ir al sótano. Justo a la parte de la casa a la que, por norma general, menos ganas tenía que ir.
En un arrebato de coraje y determinación, Leslie se incorporó, bajó los pies por el borde la cama, se calzó sus zapatillas de felpa y lana, y se levantó dispuesta a bajar al sótano. De la parte trasera de la puerta descolgó la bata que solía ponerse para leer los blogs sentada en su escritorio frente al ordenador. Era una bata gris, no muy gorda, que le llegaba un poco más abajo de las rodillas. Tenía una capucha con dos orejas de gato que siempre le provocaba una sonrisa cuando se miraba con ella puesta en el espejo. Ahora no sonreía. Bajó las escaleras y fue hasta la cocina. Alguien se había dejado encendida la luz que iluminaba directamente los fogones. Recordó que cuando ella se estaba poniendo el pijama para irse a dormir, escuchó llegar a su hermano Elliot. Finalmente no le habían detenido.
Se apresuró hasta el cajón de los trastos y sacó una pequeña linterna. Con lo poco que iluminaba la bombilla del sótano tenía claro que iba a necesitar refuerzos. Mientras comprobaba que las pilas funcionaran, dando unos innecesarios golpecitos contra la madera de la encimera, volvió a escuchar los tambores. Esta vez no estaban tan lejos. Y no estaban solos. Junto al retumbar apagado se oían unas también unas voces que cantaban de manera grave, lenta y melancólica. Apenas se escuchaban y se podían apreciar, pero ahí estaban. El sonido iba y venía. Y, por lo que podía sentir Leslie, todo ello venía de abajo. Del sótano.
Una vez en el pasillo frente a la puerta que bajaba al sótano, afloraron de nuevo los nervios. Al menos ahora iba armada con su pequeña linterna de pilas. Tampoco tuvo tiempo de pensar demasiado. “¡Baja!” La voz que había escuchado antes se volvió más intensa y ganó en decibelios junto a sus oídos. Leslie pensó que todo aquello era una locura pero esta vez no se amedrentó. Abrió la puerta de las escaleras y comenzó a bajar. Lentamente, mientras el crujir de la escalera acompañaba a la canción que sonaba de nuevo en su cabeza. La música sería su escudo. Nada te puede pasar mientras haya música. Llegó hasta la bombilla en mitad de la escalera y la encendió. Parecía que aquella vez, la luz de esa vieja bombilla iluminaba menos que otras veces, y apenas podía distinguir lo que tenía a pocos metros de ella. Todo lo demás se sumía en una profunda oscuridad. Así que encendió también la linterna y continuó bajando.
El olor que había sentido la última vez que había estado allí era ahora más intenso. Llegó al final de la escalera y la bombilla se apagó como si fuera una vela que alguien hubiera soplado desde muy cerca. Y la puerta del pasillo se cerró de un portazo. Esta vez el miedo sí que ganó la batalla y Leslie comenzó a temblar a la vez que sentía una y otra vez escalofríos que recorrían su espalda de arriba a abajo. Notó un zumbido en la cabeza, a la altura de sus orejas y trató de calmarse a sí misma. “Aún tienes la linterna”, se dijo. Poco a poco los latidos de su corazón, que hasta hacía un momento parecían retumbar como los tambores que había escuchado antes, recuperaron su silencioso ritmo bajo su pecho. Ahora tan sólo escuchaba una tímida conversación entre las ratas que pululaban por algún lugar de aquel sótano. Con la linterna iluminó lo que tenía delante. A su izquierda vio el congelador y, junto a él, apoyada en la pared, la pala que había ido a recoger la última vez. Alguien de su familia debía de haber vuelto a ponerla en su sitio. A su derecha, descansaba bajo su lona el viejo Plymouth junto a lo que antiguamente debió ser la puerta de un garaje. Hasta entonces nunca se había preguntado cómo podía haber llegado allí ese coche. Ahora, por primera vez en su vida, se fijó en la puerta detrás de aquella antigualla.
Era una puerta vieja, prácticamente camuflada detrás de las estanterías llenas de utensilios y de aquellas inacabadas colecciones de trastos inservibles que a su padre le gustaba acumular. También le habían contado hacía poco en el instituto la historia de Diógenes y el síndrome que llevaba su nombre. Síndrome cuya magnitud alcanzó a comprender en ese momento. Ensimismada observando aquellos objetos, pegó un salto cuando la caldera tras de sí, al otro lado de la escalera, protestó enérgicamente durante un segundo. Alguien estaba usando el agua caliente. Dudó por un instante sobre cuál debía ser el siguiente paso en su muy poco elaborado plan. Pero ella quería seguir.
La vuelta del sonido de las voces produciendo aquella grave sintonía al compás de los tambores le hizo volver la vista hacia aquella puerta. Revisándola con la linterna, un detalle llamó su atención. Entre las dos estanterías, parecía que una parte de la puerta no estaba tan llena de polvo y mugre como el resto. Se acercó decidida hacía allí y comprobó que lo que estaba menos sucio era realmente una portezuela más o menos de su altura. A la derecha de la misma, había un pomo. El retumbar de los tambores y las voces se hicieron más intensos en su cabeza mientras que el pomo comenzó a moverse como si una mano invisible estuviera haciéndolo girar de un lado a otro desesperadamente. “¡BAJA!” le susurró airada de nuevo la voz a su espalda.
Leslie cerró los ojos y acercó la mano temblorosa al pequeño pomo de madera. Lo giró hacía sí. Se oyó un ligero click y la puerta se abrió unos centímetros. Volvió el silencio. Ni siquiera las ratas tenían ya ganas de charla. Tímidamente Leslie abrió la puerta. Para su sorpresa, no se encontró con un espacio del tamaño de la puerta de un garaje, sino más bien con un estrecho pasillo con paredes de piedra que parecía descender. Apremiada por la curiosidad, cruzó la puerta. Avanzó unos pasos y dirigió la luz hacia el frente. Lo que vio la dejó de nuevo paralizada.
Una joven se encontraba frente a ella, a unos 3 metros. Quieta, pálida, con la mirada fija en los ojos de Leslie. Llevaba un vestido que en algún momento debió de ser blanco, pero que ya no lo era. Leslie no daba crédito a lo que estaba viendo y del temblor en sus manos se le cayó al suelo la linterna. Cuando la recogió y volvió a apuntar la luz hacia delante, la joven ya no estaba. Frente a ella, tan sólo el estrecho pasillo que continuaba su descenso en línea recta.
Sin estar muy segura de si realmente estaba viviendo todo aquello o de si en realidad seguía durmiendo tranquilamente en su cama viviendo una oscura pesadilla, avanzó lentamente por el pasillo. Sujetaba la linterna muy cerca de su pecho con la mano derecha, mientras que con la izquierda iba tocando la pared. La piedra estaba fría. Tras unos minutos de descenso por el pasillo, se encontró delante una portezuela del tamaño de la que había junto al sótano. Al otro lado volvieron a sonar los cánticos y los tambores, aunque aún parecían lejanos. Una suave luz naranja intermitente se filtraba por debajo de la portezuela. Convencida de que una vez allí ya no había vuelta atrás, echo la manó al pomo y abrió la puerta con decisión.
- Qu…qu…¿qué está ocurriendo aquí?
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