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EL SÓTANO (Parte I)

Foto del escritor: Gorka ArtazaGorka Artaza

Actualizado: 13 abr 2022

Me senté a continuar con el guion del próximo episodio de La Voz del Contestador que estoy preparando, y que quería grabar, editar y publicar el pasado fin de semana. Pero en lugar de hacer eso, entré en una especie de catarsis y abrí una página en blanco. Me apetecía escribir lo que fuera surgiendo, sin ninguna idea preconcebida ni ningún objetivo. Supongo que las ganas que tengo ahora de leer y escribir, unidas al hecho de que esté actualmente leyendo 'Mientras escribo', de Stephen King, ayudaron considerablemente. Aunque ya hace algún tiempo que me ha dado por escribir pequeños relatos. Estoy en un momento de mi vida en el que mi vena creativa está a tope, y mi cerebro no deja de encontrar nuevas (y a veces absurdas) ideas para emprender nuevos proyectos y vivir (aunque sea sentado frente a mi escritorio) nuevas aventuras.


El caso es que acabó saliendo la primera parte de un relato que continuaré cuando las musas decidan volver a visitarme o si alguien más que yo está interesado en saber qué le ocurre a la protagonista. De hecho, empecé seguido la segunda parte, pero como está muy al principio, hoy dejaré por aquí sólo la primera. He decidido que voy a ir subiendo aquí todo aquello que escriba, para tenerlo también recogido en la web. Próximamente, quisiera grabarlo y subirlo al Contestador, puesto un poco bonito (editado con música, vamos). Ya veremos. A ver qué sale de todo esto. Lean y comenten qué les ha parecido. Pero recuerden que ni siquiera está revisionado, no sean muy duros con el autor. El relato se llama 'El Sótano'.


EL SÓTANO (Parte I)




Le aterraba bajar al sótano. Y ellos lo sabían. Siempre que había que ir a buscar alguna cosa que se encontraba ahí, se lo pedían a ella. Los odiaba. Parecía que sus padres y hermanos se ponían de acuerdo en chincharla siempre que tuvieran ocasión. Para ella, su familia era una banda de paletos de granja, de estos que ves en las típicas películas de terror cuando los protagonistas de ciudad llegan a un pueblo semivacío y a las afueras se paran a preguntar por el camino que deben seguir y el padre de familia, mientras que la esposa y sus dos hijos medio analfabetos miran fijamente en un segundo plano, les deja caer velada pero intencionadamente las temibles cosas que les esperan si continúan en ese pueblo. De hecho, para ella, el mundo en el que vivía parecía una película.


No es que su pueblo estuviera semi-vacío, ni que ella viviera en una granja, pero sí que la casa en la que vivía con sus padres y sus tres hermanos mayores era una casa en la parte más alejada del centro. La típica casa norteamericana con sus dos plantas, su desván, su jardín trasero y, por supuesto, su sótano. Allí, sorpresa, se encontraba la caldera y muchos de los trastos y herramientas de los que nunca hacía uso su padre, junto a ese viejo y oxidado Plymouth que esperaba desde hacía décadas bajo una lona cubierta de polvo a que algún miembro de la familia se decidiera por fin a restaurarlo. Aperos de labranza para un terreno que no tenían, un congelador de los años 60 que todavía funcionaba, a su manera, antiguos juguetes de hojalata, viejos carteles publicitarios de porcelana, (por las dos caras, eso sí) y desgastadas latas de aceite vacías que su padre compraba en mercadillos y que abandonaba allí abajo a su suerte para completar esa inexistente colección de antigüedades, completaban el cuadro costumbrista y aterrador en el que se había convertido aquel sótano.


Era aterrador porque a ella le asustaba. Daba igual lo que dijeran sus hermanos, ese sitio le daba mala espina. Estaba oscuro, sucio, había telas de araña por todas partes y si te quedabas en silencio podías escuchar a las ratas departiendo acerca de lo buenos o malos que estaban los restos de comida que ese día había preparado la señora Sampson y que luego había tirado a la basura, en un cubo agujereado que situaban justo al lado del porche de la entrada. No es que su madre fuera una excelente cocinera, pero a las ratas al final tampoco les importaba tanto cómo estuviera la comida antes de llevarse todo lo que podían a la boca. Eso sí, luego les encantaba hablar sobre ello porque tenían largas conversaciones a lo largo y ancho de las paredes del sótano. Ella odiaba las ratas.


Su mortificación ante la tradicional misión de bajar al sótano solía empezar nada más pisar el primer escalón. La madera crujía como si se fuera a romper en mil pedazos. Y eso que ella no es que pesara mucho, más bien al contrario. Para ella, el problema era que le disgustaba el sonido, y parece que este también se ponía de acuerdo con su familia para que cuando menos ganas tuviera de escucharlo, más hiciera acto de presencia en su tortuoso viaje a la planta inferior. El mundo entero estaba contra ella.


El caso es que esta vez hacía falta la pala. Su padre iba a hacer un agujero en el jardín de atrás. En su mente, era para enterrar sus restos una vez que toda la familia la hubiera apuñalado y hecho pedazos. Tenía que ser muy profundo, para que su perro Junco, al que encontraron siendo un cachorro abandonado entre unos juncos (de ahí su nombre) a la orilla de un río cercano, no los olfateara y acabara desenterrándolos justo delante la policía y ante la atónita y preocupada cara de sus familiares, que decían no saber nada de su hija desaparecida. Sin embargo, la excusa era que su padre iba a construir (no se lo creía ni él) una pequeña piscina ante la llegada del verano, que se preveía tan caluroso como el anterior. Su padre siempre había soñado con tener una casa con piscina, y parece que ahora había llegado su momento.


- ¡Leslie! ¡Es para hoy!


La voz de su padre gritando desde la cocina ayudó a que la aventura de bajar al sótano le pareciera ahora más atractiva que nunca. Bajó el segundo escalón. Este crujía algo menos pero tampoco es que diera una gran sensación de seguridad. “Al menos, si vienen a buscarme para matarme mientras estoy aquí abajo les oiré llegar con antelación”, pensó. Aunque seguidamente se dio cuenta de que daba igual, no había por dónde escapar de aquel sótano.

Se armó de valor y llegó hasta la mitad de la escalera, justo en el punto donde colgaba la cuerda que accionaba la única bombilla que daba luz, aunque escasa, a todo el lugar. La encendió y siguió bajando al ritmo de los crujidos de los escalones. Ese era su particular juego para superar el miedo. Le ponía música en su cabeza a todos sus movimientos y así le daba la sensación de que nada malo le podía pasar. No te puede pasar nada malo mientras hay música. Está claro. Su plan no tenía fisuras. Pero a ella le funcionaba.


Aquel día el sótano olía fatal. Quizá el congelador se había vuelto a estropear y alguno de los alimentos se había podrido. Aunque no reconocía ese olor, y no era la primera vez que se encontraba comida podrida en ese congelador. Además, hacía frío. No es que las primaveras en esa zona de Estados Unidos fueran las más calurosas del país, pero tampoco acostumbraba a hacer frío en esa época. Las ratas no debían haber disfrutado de un gran banquete ese día porque mantenían un encendido debate. El olor, el frío y el sonido de los roedores no ayudaron precisamente a que Leslie se calmara. Más bien todo lo contrario. Se le puso la piel de gallina y notó cómo se le erizaban los vellos de los brazos. Y algo le rozó la nuca.


Instintivamente se agachó y se giró esperando ver a uno de sus hermanos gastándole una de sus bromas pesadas, pero allí no había nadie. A sus 14 años, hecha ya prácticamente una mujer, seguía siendo, también, el blanco de todas las bromas pesadas de sus hermanos. Los odiaba. Pero ellos no habían sido esta vez. O, si lo habían sido, habían perfeccionado mucho sus técnicas de atormentar a su hermana. Trató de no darle demasiada importancia al hecho pensando que ella misma se había sugestionado. Había leído recientemente en una revista sobre este fenómeno, y sobre cómo la mente es capaz de jugarnos malas pasadas por el simple hecho de fastidiarnos. Era eso. Seguro.


La pala estaba en una esquina al lado del congelador, apilada junto a varios rastrillos, una escoba de paja y una red de cazar mariposas. Desconocía si esa herramienta había sido utilizada alguna vez. Se acercó al rincón y cogió la pala. Estuvo tentada de abrir el congelador para comprobar si ese olor procedía de allí. Pero esa misión no le había sido asignada así que se propuso cumplir con lo que le habían pedido y salir rápidamente de allí.


Llegó a la escalera y empezó a subir cuando escuchó una voz detrás de sí susurrando su nombre. Se quedó paralizada al instante. No se atrevía ni siquiera a girarse para comprobar de dónde había salido esa voz. Tampoco podía especificar si era la voz de un hombre o de una mujer. Le había parecido como si aquella voz estuviera flotando en el aire y se hubiera movido de un lado a otro mientras susurraba su nombre. Eso no podía estar pasando, no era real. Así que decidida reemprendió la marcha, subió atolondrada el resto de escalones y llegó rápidamente al final de la escalera, salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí. Ya estaba a salvo. Todo había sido provocado por su imaginación. ¿O no?




 
 
 

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